De Pascua a Pentecostés

La salida de Egipto y la llegada al Monte Sinaí tiene una relación de proporcionalidad inversa. San Pablo le escribió a los romanos:
y, liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia.
Egipto era la esclavitud al mal. El Monte Sinaí la servidumbre al bien. La libertad siempre es relativa. Porque, la verdad, la verdad es que no se puede "servir a dos señores".
Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y despreciará al otro.
Entre dirigirse hacia el bien o dirigirse hacia el mal no hay puntos intermedios.
Pero como eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.
O servimos al bien, o servimos al mal.
dicit ei Pilatus quid est veritas
Pilatos le preguntó: "¿qué es la verdad?" No esperó respuesta. Salió a los acusadores y les dijo: "yo no encuentro ningún delito en él". Sin embargo, finalmente ordenó su crucifixión.
Hay un sentido de verdad en cada uno de nosotros. Eso que llamamos conciencia. De ahí proviene nuestro sentimiento de culpa. Ahí están, también, nuestros sentidos de verdad y bien. La verdad no es algo que tenga que ver con el conocimiento, es mucho más orgánica y primaria: es la fidelidad a lo que nosotros mismos aprobamos como bueno, mediante un proceso de constatación de muy largo plazo.
Egipto, entonces, en esta antiquísima narrativa, es el malestar, la angustia, la estrechez, sin propósito, mientras que la tierra prometida es el malestar, la angustia, la estrechez con un propósito. En medio del sufrimiento de la existencia, algo nuevo va creciendo cada día en el camino por la libertad. Eso es la verdad. Cada paso en el desierto hacia la libertad, para vivir con bien, aporta la materia prima que se necesita para hacer crecer la verdad que cada uno necesita para vivir con propósito.
Cuando llegaron al Monte Sinaí, estaban listos para afirmar su verdad y defender su libertad para vivir según su verdad. Así promulgaron la Ley. Una ley que protegía el precario bien que habían logrado, incluso y sobre todo, de ellos mismos. Una ley que debía seguir creciendo con los aportes de cada generación. Una ley que debía demostrar su capacidad de salvaguardar el bien y acrecentarlo hasta lo inimaginable. Jesús defendió esa ley y se consagró a cumplirla.
No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento.