La ley reina pero no gobierna

La ley reina pero no gobierna
Biblioteca del Congreso de la República. Lima, Perú.
No piensen que he venido para anular la ley o los profetas, no he venido para anular sino para cumplir.

Dejamos la Pascua atrás y avanzamos durante 49 días, o siete semanas, hacia Pentecostés. A ese tramo me gusta llamarlo el Camino a Emaús. Es que en ese camino, después de su muerte, pasó algo extraordinario. No es la resurrección, no, porque es lo que hace que algo como la resurrección pueda suceder. Es el diálogo entre el Maestro y sus discípulos. El diálogo entre la verdad y el prejuicio, el yo y el ego.

¿Qué es la verdad?

La verdad es el diálogo del yo presente, consciente, transparente, con el yo aún no-presente, aún inconsciente, aún no transparente. El diálogo del soy con el seré. Es el único diálogo posible con el propósito de transferir, a través de la palabra (dia-logo), el conocimiento y la información para el crecimiento y el desarrollo del ser en potencia que llevamos dentro y que nos conecta con los demás.

El camino a Emaús

El Maestro habla desde la verdad, desde su simplemente ser el que es. Sus discípulos, nosotros, por el contrario, afectados por la muerte súbita de nuestras expectativas inconfesables y secretas, no tenemos capacidad de ser ni estar. Hablamos desde el ego, que es lo que construímos para aparentar ser y estar. Por eso no podemos ver al Maestro. No podemos ver ni entrar en el reino.

Puedes estar al lado del más grande suceso de la historia y no percibirlo. Estamos haciendo el papelón de nuestras vidas, tratando como ignorante al protagonista de la historia en la que solo somos extras. Y el protagonista, con paciencia infinita, nos hace preguntas, aparentando no saber, solo por darnos una oportunidad de salir de nuestro encierro en el ego y descubrir nuestro propio protagonismo.

—¿Eres tú el único forastero en Jerusalem que no sabe lo que ha pasado en estos días?— le contestó Cleopatros.
—¿Qué ha pasado?— insistió el forastero.
Y ambos, a dúo como coro de teatro griego, a toda voz respondieron al unísono: —Que Josue de Nazaret, el profeta poderoso en obras y en palabra delante del Supremo y de todo el pueblo, fue entregado a los principales del templo y a nuestros dirigentes para ser condenado a muerte, y entonces le crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el salvador de Israel. Y ahora, a todo esto se añade el hecho de que hoy, tres días después de esto, unas mujeres nuestras han venido con un cuento que no se puede creer. Resulta que fueron muy temprano al sepulcro y no hallaron su cuerpo, y están diciendo que han visto ángeles y que esos ángeles les han dicho que él está vivo. Así que algunos de los nuestros fueron al sepulcro y lo hallaron vacío, como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron.

Resulta que el "Salvador de Israel", según nuestras propias palabras, ahora es el "forastero" y esto porque en nuestro mundo real interno, después de la muerte, realmente, no hay nada. Esa es nuestra espeluznante realidad. Por lo tanto, en nuestro ególatra mundo real, ese pobre hombre, que tenemos delante y que actúa de forma extraña, debe ser un extranjero que ha venido a Jerusalem por las fiestas patronales, se ha metido una borrachera de padre y señor mío y acaba de despertarse.

Es que nuestro ego vive en el pre-juicio, que es el mundo virtual que se ha construido para sentir que es alguien y que está en algo. Por eso, con el ego no hay cambio ni transformación, todo está pre-definido y pre-fabricado.

El logo creador

Pero, en el camino a Emaús sucede un milagro gracias al diálogo, es decir a la acción a través de la palabra. Es la misma palabra con la que se ha creado el mundo. Esa palabra es la que el Maestro vuelve a enunciar delante de sus discípulos, sin trucos, sin retoques, sin eufemismos. Como el chef que prepara el plato ante nosotros. El texto lo deja claro:

Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras.

Queda claro que no se necesitaba el Nuevo Testamento para entender lo que estaba pasando. Porque no es asunto de creer, sino de ser. Por eso el amor importa e importan la actitud y las intenciones. Es hablar desde lo que somos, sin más levadura que nos infle y retoque, es ser como el pan de la Pascua: harina, sal y agua, punto.

La recepción de la Ley

Al final, en Emaús, al partir el pan, ese momento que nos vuelve "normales", porque el hambre nos impide aparentar, en ese momento en que decidimos simplemente ser y comer. En ese momento nuestros ojos incapaces de ver más allá de nuestros intereses, le vieron.

Porque la letra mata, pero el espíritu da vida.

Reducir la ley a una obligación es la mayor degradación que se puede hacer con ella. El espíritu de la ley es el bien que se quiere alcanzar, eso es amor. Y un amor así es el objetivo de la fiesta de Pentecostés.

El bien ha sido decretado. Esa es la ley que reina para siempre. Pero solo nuestra obediencia voluntaria, nuestra libre sumisión a la ley, puede lograr que ella nos gobierne por fin.

Los discípulos conocían la ley, la estudiaban cada sábado, pero nunca la habían vivido desde el amor, siempre desde la obligación. Eso era lo que les conectaba con el Maestro, esa manera que tenía él de hablar de la ley:

—¿No ardían nuestros corazones cuando nos hablaba en el camino y nos abría las Escrituras?

Pero les duraba lo que duraba su presencia.

El Maestro lo sabe.

La fiesta de la cosecha

Ahora que le toca marcharse, les da instrucciones precisas:

—Estas son las palabras que les dije mientras andaba con ustedes: que era necesario que se cumpliesen todas estas cosas que están escritas en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos. Entonces, se les abrió la mente y comprendieron las Escrituras. El Maestro añadió: —Así está escrito, y por eso fue necesario que el ungido padeciera y se levantara de los muertos al tercer día, para que con su unción se anuncie el retorno y el perdón de las deudas y los fallos en todos los pueblos, comenzando desde Jerusalem. Ustedes son los testigos de estas cosas. Por eso, les llegará el cumplimiento de la promesa de mi Padre a ustedes juntos. Pero tienen que quedarse en la ciudad hasta que sean investidos del poder de lo alto.

¿Por qué hay que quedarse en Jerusalem? Todos lo saben, pero ahora recién lo entienden: porque viene la fiesta de Pentecostés, siete semanas después de la Pascua. Porque después de salir de la esclavitud de Egipto, toca entrar en el servicio al Monte Sinaí. Porque la libertad es para el bien.

La ley es buena y sagrada cuando representa la vocación y el compromiso con el bien general. Esa es la verdad de la ley que está detrás de los Diez Mandamientos. Esa verdad es lo que llamamos "el espíritu de la ley".

Cumplir la ley, de esta manera, por amor, no por obligación es vivir en el espíritu.

Se hace evidente, cada día más, que al Perú y a todo el mundo hispano no le llegó esa buena noticia, del evangelio de la ley que se cumple por amor. Como los discípulos camino a Emaús, solo vamos lamentándonos por la pérdida de la esperanza. Todo está perdido. Vámonos de aquí.

Un momento. No te muevas.

A donde vayas, llevarás esa misma carga. Es tiempo de confiar. Viene Pentecostés. Volvamos a la ley y a los profetas con amor. Reconectemos con Moisés y Elías. La unción es para consagrarnos al bien, siguiendo los pasos del Maestro.

y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerle a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?" Él le dijo: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas."

Hay luz al final del camino. Lo abdá. No todo está perdido.

Amén.