La maquina emancipadora

La maquina emancipadora
Ilustración generada por IA, robando empleos de artistas que, de todas formas, nunca habría contratado, incluso si no existieran modelos de generación de imágenes.

En nuestra historia moderna, cada vez que, como humanidad, hacemos progresos mediante el uso de las máquinas o herramientas, lo que implica cada vez más la automatización parcial o total de los procesos productivos, surge la preocupación por la pérdida del empleo.

La tradición nos dice que el asalariado entrega su alma, y que el empleador se la devuelve con cada pago[1]. Me pregunto entonces si la automatización roba empleos o libera esclavos. ¿Realmente alguien quiere esos empleos? ¿O, en el fondo, están peleando por sus almas?

Pero no nos distraigamos ni por un momento, pues en este punto podríamos desviarnos hacia el debate sobre si la intención de los automatizadores es realmente el progreso de la humanidad. Sin embargo, eso no es lo que importa, porque todos los hombres se mueven por la suma y resta del beneficio propio —físico o espiritual—, y porque siempre hay forma de que el mal sea usado en beneficio del bien.

Georg Nicolai nos explica en su ensayo Liberación del trabajo —tan acertado como olvidado— que existen dos tipos de trabajo: uno es el trabajo libre, creador, espontáneo, y el otro, monótono y forzado[2]. Este último es el que aburre y embrutece.

¿Por qué, pues, nos aferramos a este trabajo que nos roba el alma, que no nos dignifica ni enaltece? ¿Es que simplemente nos aferramos a lo que conocemos? Creo que, en parte, es eso. Pero también hay quienes nos necesitan así. Como escribe Bob Black, de forma ingeniosa, sin importar la ideología que tengan, los autoritarios siempre quieren que sigamos trabajando:

Los marxistas creen que deberían mandar los burócratas, los libertarios[3] creen que deberían mandar los empresarios, y a las feministas no les importa la forma que adopte la autoridad siempre y cuando los jefes sean mujeres. Está claro que estos traficantes de ideologías discrepan seriamente entre sí acerca de cómo repartirse el botín del poder. Queda igualmente claro que ninguno de ellos tiene nada en contra del poder como tal, y que todos quieren que sigamos trabajando. [4]

Y todo eso tiene sentido. Aquellos trabajos, lejanos al trabajo más intelectual y espiritual, no hacen más que embrutecernos. Nos aproximan a la existencia de un rumiante, condenado por su metabolismo a comer por siempre y no evolucionar jamás. Pero, ¿qué puede ser más idóneo para el poder autoritario que esclavos que se quitan y se ponen sus propias cadenas a la salida y a la puesta del sol?

Dejemos algo claro desde ahora: el trabajo no es una virtud en sí mismo. La moral se mide por cómo tratamos al prójimo, no por cuánto sudamos. La grandeza del espíritu no se forja en la aflicción cotidiana; la tradición solo nos manda afligirnos una vez al año, para no olvidar de dónde venimos[5].

Los religiosos, que disfrutaban de repetir la maldición de “comerás con el sudor de tu frente”, no se dieron cuenta de que promovían e incluso le daban aire de romanticismo al segundo tipo de trabajo —monótono y forzado—, mientras ellos experimentaban el primero —libre y creador—. Así fue como esbozaron la teología y apología de la miseria. Se olvidaron de que el trabajo era un castigo[6].

Pero no se equivoquen: el trabajo duro nos condujo hasta donde estamos. Fueron aquellos esclavos que no se dieron por vencidos los que crearon las herramientas. La azada liberó a las uñas, y el tractor, al buey. Lo que no es concebible es que, tras darle cerebro a la máquina, sigamos buscando ocupar a los desocupados, en lugar de liberarlos

Sepan, pues, que todo aquel que educa a un joven en una actividad que puede ser desempeñada por una máquina lo ha asesinado. Ha atado una roca a su pie y lo ha arrojado al fondo del mar. ¡Ay de aquellos que sistemáticamente embrutecieron a nuestras futuras generaciones!

Los millones de esclavos que, desde que la primera mujer abrió el primer surco en la tierra, y desde que los primeros esclavos arrastraron las piedras para la inepcia de las pirámides, pero que al mismo tiempo se veían obligados a ocuparse de astronomía, todas esas innumerables generaciones que, aparentemente inútiles, han perecido en la miseria para procurar a otros un lujo insolente y a veces escandaloso, todos estos sencillos trabajadores, estos soldados desconocidos en la guerra por el progreso, no han sufrido inútilmente, no han muerto en vano.[7]

No habrán muerto en vano. No si un día decidimos, por fin, dejar de ser esclavos y ser amos de las máquinas. De lo contrario, tarde o temprano, ellas nos dominarán a nosotros, pues ya nadie puede detener el progreso.


  1. LEV.19.13 y DEU.24.15 tienen este sentido implícito. ↩︎

  2. Nicolai, Georg: Liberación del trabajo (pp. 17–18). Santiago, Chile, 2017. ↩︎

  3. Si bien no tiene pelos en la lengua cuando habla de los libertarios «auténticos», aquí Black se refiere ante todo a los libertarians estadounidenses que integran una de las alas del partido republicano (N. del t.). ↩︎

  4. Black, Bob: La abolición del trabajo (pp. 9–10). La Rioja, España, 2013. ↩︎

  5. LEV.16.29:31. ↩︎

  6. GEN.3.17:19. ↩︎

  7. Nicolai, Georg F.: Liberación del trabajo (p. 81). Santiago, Chile, 2017. ↩︎