La mala suerte

La señorita Ramona era una profesora muy respetada y querida por sus pequeños alumnos y padres de familia. Yo tenía cuatro años y estaba en "Jardín de 4". Si cumplía con mis deberes iba a pasar al honorable grupo de alumnos que tendrían el honor de estar en "Jardín de 5". Un tema complicado para explicarlo en detalle, respecto a su importancia e impacto en mi familia y mi mundo social. Debía ser obediente. En aquel tiempo no tenía la más mínima idea de que bastaba la edad para cumplir los deberes y ascender en el escalafón. Aprendí a leer y escribir con mi libro "Coquito": no lo olvido: "ma, me, mi, mo, mu, mi mamá me mima," punto. Yo era el mejor de la clase, así lo proclamaba mi linda profesorita. Lo que no logro comprender es que, aparte del mi-mamá-me-mima, no recuerdo nada de lo que aprendí. Pero recuerdo esa puerta verde oscuro, que conducía a una dimensión desconocida que yo no quería conocer. Era la sala de torturas de mi linda profesorita. En realidad era un pequeño cuarto en el que se guardaban materiales didácticos, escoba y recogedor, y colgado en la puerta un esqueleto humano. En esa oscura habitación eran encerrados los rebeldes que se resistían a "saber la lección". Porque las lecciones eran tan fáciles, que solo un facineroso insubordinado podía fallar. ¿Cómo no vas a saber cuánto es 2+3? ¡Yo profesora! solía insistir, como el burrito de Shrek. Creo que era para que le quedara claro a mi señorita Ramona que no sería jamás un insubordinado candidato a la sala de torturas. Creo que estaba tan de cuatro años asustado, tan asustado de no llegar al Jardín de 5, tan asustado de que por error me castigaran y por peor error me dejaran para siempre metido en ese cuarto, que no tenía alternativa: debía ser el primero de la clase o morir. Tengo mis serias dudas, ahora, de que ese cuarto fuera alguna vez utilizado. Pero a mí, me bastaba la amenaza. Sin embargo, debo confesar que no todo fue oscuro en mi temprana vida escolar. Mi mayor premio, por ser el mejor alumno, era el honor de bajarle el pantalón a los tontos o desobedientes, alineados los pobres condenados frente a toda la clase, en una suerte de paredón de fusilamiento infantil. A la orden de mi profesorita, el culpable se inclinaba para recibir un buen reglazo, mientras yo, desde mi privilegiada posición, observando la escena, sentía un extraño, muy extraño placer.
La experiencia llega a abrumarnos con su desmedida abundancia de información, de causas y consecuencias, a tal punto que nos puede paralizar o llevar a colapsar. Por ese motivo usamos sistemas de interpretación. Desde el idioma, hasta el código moral, establecido por nuestras madres, que decide lo que está bien y lo que está mal. ¡Qué alivio se siente cuando alguien tiene respuestas a nuestros problemas! El médico que nos explica nuestro estado de salud y termina con la frase: ¡no se preocupe, no es nada grave! El mecánico que hace funcionar nuevamente nuestro auto. La profesora que paso a paso nos ayuda a resolver la ecuación. El gasfitero que por fin repara la cañería y detiene la inundación.
Si vemos un problema serio y vemos su solución, y a continuación nos dan la interpretación. ¿Tendremos alguna duda al respecto? Hubo un tiempo en que se creía que la "bóveda celeste" era una bóveda, un techo literal, que las estrellas eran piedras ardientes colgadas en ella, y que de vez en cuando se desprendían partes de ese techo y caían sobre la tierra. Esos meteoritos, perdón, esos pedazos de techo eran la prueba irrefutable de la existencia de la bóveda. Caso cerrado.
¿Cuántas de nuestras experiencias en el vientre materno, a la hora del parto, en nuestros primeros meses y años de existencia, pueden estar encapsuladas dentro de teorías o interpretaciones erradas, que nos impiden entender estados internos que nos afectan en el presente?
¿Cuántas de nuestras interpretaciones infantiles siguen gobernando nuestros universos interiores, alimentando fobias, fijando modos de placer, razones para estar molestos o para ofendernos?
¿Cuán primitivo puede ser nuestro mundo interior?