Oso

Oso

Padre siempre repetía la misma historia. Solía aparecer como respuesta a alguna de mis preguntas, las que a él le parecían “inquietantes”. Decía: “Afuera ronda un oso, monstruo de noche y día, aunque su pelo es hermoso, sus garras son agonía. Si sus dientes ves brillar, en un suspiro… te hará callar”. Nunca decía más. Y yo, que nunca había visto el exterior, me aferraba a sus palabras como si fueran verdad.

Siempre había sido fuerte. Lo sabían mis padres y lo sabían mis cuatro hermanos. Por eso, las tareas más pesadas siempre caían sobre mí. Ese día no fue diferente. Me pidieron que subiera unas cajas hasta la parte alta del armario. Aunque cansado, obedecí sin decir una palabra. Terminé la tarea y, como siempre, nadie me felicitó. Era “mi deber”.

Mi madre entonces me pidió que cambiara un foco de luz. Ágil, estiré el brazo y sujeté el foco… pero este reventó en mi mano. Supuse que no medí bien mi fuerza. Un dolor punzante me atravesó, seguido del regaño seco de mi madre. Ella llamó a Padre. Conocía bien lo que venía después, sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo.

Esta vez no esperé quieto a que Padre llegará. Corrí. Corrí por el pasillo. Sabía que a mitad de camino estaba esa ventana amplia, esa que nunca miraba por miedo a encontrar al monstruo del que hablaba Padre. Pasé junto a ella intentando ignorarla, pero esta vez algo dentro de mí me obligó a mirar.

Siempre había sentido que mi familia me trataba como si yo fuera ese monstruo del que tanto hablaban. Y ahora, miré.

Allí estaba: enorme, cubierto de pelo blanco, orejas redondas, dientes afilados. El susto me hizo tropezar, —Padre tenía razón —pensé—.

Padre me alcanzó. Me sujetó del brazo con fuerza.

—Esta vez te pasaste de la raya —gruñó—. Eres malo para la familia. Vamos a encerrarte en el cuarto del fondo.

Sentí el corazón golpearme en el pecho. Ese cuarto… tenía una ventana aún más grande que la del pasillo. Me empujaron dentro y cerraron la jaula. Me acurruqué en una esquina, temblando, evitando mirar.

Pero con el tiempo, ya no tuve nada que perder y levanté la vista.

El monstruo estaba allí sin duda, pero no era como lo recordaba: tenía tristeza en los ojos y su pelaje estaba manchado de sangre y sucio.

No sentí miedo esta vez, sentí compasión. Ese ser no quería hacerme daño. Estaba herido, estaba asustado, estaba solo.

El monstruo me seguía con la mirada en cada movimiento. Decidí que iba a ayudarlo. “Siempre he ayudado a mi familia —pensé—, y nunca se lo han merecido. Este monstruo, en cambio, ahora depende de mí para sobrevivir”.

Para mi sorpresa, descubrí que podía doblar los barrotes con facilidad. Salí de la jaula y corrí hacia la ventana dispuesto a romper el vidrio que nos separaba. Golpeé con todas mis fuerzas. El vidrio estalló en mil pedazos… y detrás no había nada. Solo una enorme pared.

No había monstruo.

Padre siempre repetía la misma historia. Solía aparecer como respuesta a alguna de mis preguntas, las que a él le parecían “inquietantes”. Decía: “Afuera ronda un oso, monstruo de noche y día, aunque su pelo es hermoso, sus garras son agonía. Si sus dientes ves brillar, en un suspiro… te hará callar”. Nunca decía más. Y yo, que nunca había visto el exterior, me aferraba a sus palabras como si fueran verdad. En esta casa no hay ventanas, solo espejos.

Salí del cuarto y caminé despacio. Nadie se atrevió a detenerme… ni siquiera él. Sabían que ya lo sabía. Madre lloraba; mis hermanos me miraban con vergüenza en los ojos. No necesité usar toda mi fuerza para romper la cerradura principal.

Por primera vez sentí el aire verdadero rozar mi hocico, el olor limpio del mundo libre llenar mis pulmones. En lo profundo de mi pecho, una voz me llamaba. Sin darme cuenta, mis cuatro patas se hundieron en el pasto fresco. Avancé sin mirar atrás, perdiéndome entre los árboles.

Detrás, los gritos comenzaron. Ya no los escuchaba. Yo iba hacia otra voz, más antigua y más cierta, que me había estado llamando desde que nací: la voz de mi verdadero padre.