Santidad

Santidad

Sonó a excusa. "Si tú no cambias, ¿cómo cambio yo?", le dijo y añadió: "¿No dependo de ti? Por mucho que me esfuerce, si yo cambio y solo estamos los dos en el mundo, solo cambiará el 50% del mundo. Encima, en los asuntos importantes no se aceptan fracciones: o cambiamos los dos o nada cambia." No dije nada, me quedé mirándola a los ojos. Pensaba. A la velocidad de la luz, pensaba. ¿Acaso no dicen que si uno cambia, el mundo cambia? ¿Es falso? Porque ella siempre tenía el 50% que yo andaba buscando. Por mucho tiempo simplemente lo ignoré y vivimos en crisis. Después, lentamente, comencé a permitirle que ingresara a esos lugares sagrados en los que nadie más que uno entra. Esos que sufren una inmediata y profunda irritación cuando son asediados. Pero, solo hasta la puerta.

Pensaba.

Ella ya no esperaba mi respuesta. Yo la miraba como suspendido, sin lugar, sin tiempo. Faltaron muchos años de trabajo consciente, dedicados a repararme y ajustarme, para permitirle el acceso libre y permanente. Entonces, la irritación se convirtió en un suave timbre, como esos que tienen las tiendas para avisar que ha llegado un cliente. Yo salgo a recibirla con una sonrisa.

Sin duda ella también hizo lo suyo. No es la misma. Es alguien superior. De pronto fue como una epifanía. Yo era el templo de una deidad. Yo era la deidad. Ella era el sumo sacerdote de mi intimidad. Sé que pocos llegan a este punto, estoy feliz de verla llegar. Eso era todo lo que quería. Sin lugar, sin tiempo, la más absoluta confianza. Y ahora, sé exactamente la manera de entrar en su templo.

El cambio siempre comienza en nuestro interior y siempre se logra gracias a los demás.

Puso el turbante sobre su cabeza, y encima, en la parte delantera, puso la flor de oro, la diadema especial, tal como Seré había indicado a Moisés.