Un río negro

El agua era espesa y negra. El río podría haber sido de lava volcánica, por lo espesa, pero era agua. El agua podría haberse puesto así por alguna lava minera, en este país, ¡quién lo sabe!, menos nosotros, que solo íbamos por el río, sacando la cabeza a duras penas, sintiendo un cansancio crónico, un estar siempre hasta el cuello, como decía mi madre. En la oscuridad, el agua era más negra. Así y todo, bebíamos de ella, con recelo, a sorbos mínimos, después de todo, ¿qué puedes hacer cuando pasas horas y horas, días y días, ¡años!, metido en ese curso y tienes sed? No somos peces, por eso sacamos la cabeza fuera del agua, pensé. El río discurría lentamente, sin detenerse. Mis pequeños me seguían. ¡Cuán pequeños son ellos si yo soy pequeño? Pero eran mis pequeños y me seguían. También ella, la madre, me seguía, detrás de los pequeños. A veces ella iba adelante, cuando el río se abría y mostraba la clemencia de una diminuta playa con algunas plantas, incluso un árbol. Ella era la primera en salir del río para inspeccionar el lugar. Lo común era que solo sirviera para pasar la noche fuera del río. Lo extraordinario era encontrar un pequeño vergel, con algún árbol frutal. Los días siempre eran grises y oscuros. El sol se veía brillar, pálido, detrás del manto gris. No somos patos, no tenemos plumas, pensé. Una vez estuvimos en el agua dos semanas sin salir. Dormíamos apegados a los bordes de las piedras. Por eso la madre iba atrás, atenta por si alguien se dormía. Y yo iba siempre mirando hacia atrás, cada cierto tiempo, atento a la madre. Ella no era la madre de los pequeños, la madre murió un día, ¿o fue una noche?, de puro cansancio, agotada de la vida en el río. Con las justas parió al último de los pequeños. Nueve noches después (¿o días? ¿o años?) desapareció. Desconsolados, en aquel tiempo, íbamos abrazados, porque yo no sabía si ir adelante o ir atrás. Mejor juntos, todos juntos, como decía mi abuela. Así me aseguraba que nadie faltara. Eso pensaba yo. Los pequeños pensaban distinto. Ellos querían libertad. Mi abrazo les irritaba, era comprensible. Mi corazón se llenaba de agua cristalina. Una mañana despertamos en una playa. Ella estaba allí, mirándonos con sus grandes ojos negros. La playa era grande ¡y había un bosque!, ¡y una fogata! Comimos unas rosquillas asadas al calor de las brasas y una bebida del color de la tierra, que nos dio el calor que el sol no podía hacernos llegar por mucho que se esforzaba. Después de mucho tiempo, una casi eternidad, volvíamos a sentirnos humanos. Al calor de la comida algo volvía. ¿Y si nos quedamos aquí? Le dije con los ojos. Imposible, me contestó en silencio. Era obvio que en algún momento, cada cierto tiempo, toda esa playa y su bosque quedaban sumergidos por la crecida. ¿Cómo lo sabía? ¿Era la única sobreviviente de su familia? Lo cierto era que, de una manera casi imperceptible, el dolor y la soledad mellaban su hermosa sonrisa. Los pequeños volvieron a sonreír. Ella ocupó el lugar de la madre sin que nadie le dijera nada. Todos volvimos a sonreír. Volvimos al río. Las preguntas silenciosas suelen tener respuestas escandalosas. Pasó el tiempo, el río fue ganando en anchura y perdiendo profundidad. Por alguna razón las aguas se iban aclarando y aligerando. Los pequeños eran ya tan pequeños como yo. Mientras yo me aseguraba de encontrar el mejor lado del río para seguir avanzando, ella salía a explorar las riberas cada vez menos agrestes. Un día volvió con la noticia. Había encontrado otro río que corría casi paralelo a este y ¡estaba lleno de peces! Durante un tiempo íbamos por los dos ríos, hasta que no recuerdo el momento preciso en el que no volvimos más al río negro. Aquel río con peces nos llevó a un recodo. Y ante nuestros sorprendidos ojos, a la vuelta del recodo apareció un pueblo, con calles empedradas, una plaza con árboles frondosos y un hermoso campanario. Dejamos el río. Construímos una casa. Los vecinos eran muy amigables. Volvimos a comer con tenedor. Los pequeños tuvieron sus propios amigos. Construyeron sus propias casas. Nos reuníamos todos los fines de semana para almorzar juntos. Unos aprendieron a coser. Otros a hacer panes de muchas formas. Ella y yo aprendimos a mirarnos por más tiempo. Un día bajaremos nuevamente por el río. Pero iremos en una barca, recostados, mirando las estrellas. Será otro río, lleno de luz y sin tristezas. Iremos con la tranquilidad de saber que los pequeños ahora son grandes. Iremos con la confianza de saber que vamos en la barca correcta. Sin apuro. Solo iremos. Y por fin y para siempre nos uniremos a nuestro pueblo.
Abrahán llegó a vivir ciento setenta y cinco años, y murió en buena vejez, anciano y lleno de años. Exhaló el espíritu, y fue reunido a su pueblo.