Una patria de familias

Una patria de familias
Así pues, tengan mucho cuidado de no olvidar las cosas que han visto, ni de apartarlas jamás de su pensamiento; por el contrario, explíquenlas a sus hijos y a sus nietos.

La semana pasada leímos la porción del libro de Deuteronomio que está entre el capítulo 3 (v.23) y el capítulo 7 (v.11). En nuestra familia seguimos la tradición judía de leer todo el Pentateuco en un año. De ese modo intentamos cultivar y conservar en nosotros el aspecto más relevante de la cultura occidental, el corazón de su cristiandad, que surge de los relatos legendarios del Génesis, la epopeya del Éxodo, las prescripciones de Levítico, los conflictos en el desierto de Números y el reflexivo recuento del Deuteronomio. El Maestro Josué (mal llamado Jesús) lo dejó en claro al principio de su servicio público:

No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento.

O sea que el cristianismo no tiene nada que ver con decir que la Ley (el Pentateuco) ha sido abolida para imponer la Gracia, como si la Ley no fuera la expresión más pura de la gracia. Es claro que hay una total tergiversación de los textos del apóstol Pablo, a menos que queramos sugerir que el apóstol va en contra de las enseñanzas del Maestro. Pero es tema que amerita otro artículo. Lo cierto es que el mismo Maestro también lo dejó en claro al final de su servicio público, aquel anochecer camino de Emaús:

Él les dijo: "¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el ungido experimentara eso para lograr su propósito?" Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre este asunto en todas las Escrituras.

Es interesante que para el Maestro era suficiente el Pentateuco y los textos de los Profetas para explicarles a sus estudiantes los temas centrales de su fe y la manera en que ella debe articularse desde el hogar. Por eso también dijo:

No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual son los de su casa.

Porque era claro que el problema de la humanidad, y el de la cristiandad occidental, nace, crece y está en la familia. Por eso, el apóstol Pablo va a escribirle a Timoteo, recomendándole que elija como líder comunitario solo a quien "gobierne bien su propia casa".

Si es posible un futuro mejor, ese futuro solo será posible si nace de las familias que se recuperan a sí mismas. La mejor ayuda que podemos prestar nunca es a las instituciones, sino a las familias de bien, no por perfectas, sino por dedicadas, responsables, honestas, capaces de aprender y corregir.

Por eso, en la civilización occidental y en la hispana en particular, nada es más nutritivo, civilizador y restaurador que reflexionar en sus textos ancestrales, aquellos que leyeron nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros antepasados, discutiendo alrededor de la mesa con apertura, flexibilidad y claridad. No podremos evitar contextualizar esos contenidos con nuestro presente. No es la veracidad tanto como la sinceridad, no es la interpretación tanto como la intención. Pero la sinceridad y la intención traerán verdad a la familia. No es el pasado lo que está en juego, sino el futuro que se juega en nuestro presente.

El esfuerzo de recordar, como familia, de dónde venimos, nos debe ayudar a percibir hacia dónde vamos y a qué pertenecemos. Cada familia tiene el derecho de existir, cada familia tiene la obligación de aprender de sus aciertos y errores. No se trata de identidad. Nada es más fácil que poner un nombre. El asunto es que el nombre tenga sentido. El asunto es hallar el sentido primero, entonces vendrá el nombre o el apellido. Si una familia no halla ese sentido, tarde o temprano, con nombre o sin él, desaparecerá.

Las voces ancestrales nos están llamando a recordar lo que hemos olvidado. No está allá, ni más allá, está siempre aquí, dentro y junto a mí.

Así pues, tengan mucho cuidado de no olvidar las cosas que han visto, ni de apartarlas jamás de su pensamiento; por el contrario, explíquenlas a sus hijos y a sus nietos.

Ya lo vimos, solo falta recordarlo y no olvidarlo, menos evadirlo, reflexionar siempre, porque esos pensamientos recurrentes, esos sueños que se repiten, esos temores que no nos dejan, esas angustias viejas, no se irán. Esperan nuestras explicaciones ahora, delante de nuestros hijos y delante de nuestros nietos, y los hijos y los nietos nos responderán, no se callarán, con palabras y hechos.

Así, surgirá una patria nueva, una nueva ciudad, una nueva ciudadanía.